Como bien sabemos, la guerra es una estrategia que el
hombre se inventó para ganar. Ganar tierras, ganar reinos, ganar mujeres,
ganar…
La guerra nunca había sido el lenguaje de las mujeres,
hasta que quisimos ganar.
Estamos en un tiempo en el que la mujer quiere hacer cambios.
El mundo como ha sido hasta ahora, ya no nos sirve. No nos sirve porque nos
hemos dado cuenta de que en ese mundo somos seres inferiores y esclavas. Hemos
despertado a la consciencia de liberarnos de las domesticaciones a las que
estábamos atadas.
Este cambio de lo femenino, necesita también de un cambio
en lo masculino, pero al hombre le cuesta. Apostamos a que no es por maldad,
sino que más bien pensamos que su visión del mundo es distinto al nuestro,
porque es una visión desde una posición de hegemonía. El cambio que debería
hacer le asusta, quizás por la posibilidad de perder esta hegemonía. En cierto modo, es cierto,
porque en el cambio que proponemos las mujeres, no existen “hegemonías” por
parte de nadie.
En esta tesitura, es fácil que se produzcan los
enfrentamientos entre varones (que prefieren no cambiar) y mujeres (que
apuestan por el cambio).
La mujer en su casa, en su trabajo o lugar de convivencia
ve que el hombre –generalmente- no colabora, y que tiene aun ideas anticuadas
con respecto a la mujer; incluso, en algunas ocasiones, busca el momento de
recordarle o hacerle ver que él es el hombre, o sea, el que manda. Es normal que montemos en cólera,
peleemos una y otra vez pidiendo respeto, pero casi nunca llegaremos a ningún
sitio.
La guerra no es nuestro camino, no es nuestro lenguaje. Si
optamos por esta vía saldremos perdiendo siempre. ¡Siempre! No podemos seguir
insistiendo en la guerra porque nos estamos agotando, nos estamos amargando,
nos estamos enfermando. Y además, ellos, los hombres, ante el ataque, se ponen
a la defensiva y ya no quieren escucharnos; piensan que todo lo que decimos o
hacemos es una estrategia más para seguir con esa guerra.
Y no estamos diciendo que, por mantener la fiesta en paz, dejemos
de hacer o decir las cosas que nos incomodan o molestan, ¡no! Pero pelear no es
la solución.
Nuestra actitud debe cambiar. No podemos “ganarnos” el
respeto por la fuerza. El respeto no se gana, si nos respetamos a nosotras
mismas, nuestro entorno nos respetará. La dignidad tampoco se gana. Si nos
consideramos dignas, de forma natural no participaremos en actos que
consideremos indignos. La lucha por el respeto y la dignidad, es en vano.
Cuando estamos en guerra, gastamos una cantidad enorme de
recursos para seguir sobreviviendo, y no tenemos el sosiego de ánimo ni la
claridad mental para pensar, hacer, proyectar, programar, pautas diferentes.
Nuevas estrategias no guerreras que nos permitan seguir nuestro camino de
identificación.
En esta actitud, quizás una clave puede ser no tratar de
cambiar al hombre. Si de todos modos no lo vamos a conseguir… El cambio en el
varón se va a producir –si es que se produce- sucederán cuando el varón vea que
no tiene un rival en la mujer. Y esto llevará mucho tiempo, porque ya sabemos
que cuando las personas han vivido mucho tiempo en guerra, luego les resulta
muy difícil adaptarse a la vida en paz.
Otra estrategia –que no acto de cobardía-, es ¡huir! Cuando
la convivencia no es posible sin lucha, la estrategia más inteligente es la
huida.
Debemos ser inteligentes, por nuestro propio bien, y pensar
que nuestra prioridad es encontrar
nuestro propio camino y nuestra evolución. Pero si seguimos estancadas en un
nivel bajo de lucha constante por nuestros derechos, nos estamos desviando de
nuestro verdadero cometido.
Estas luchas nos retrasan, no nos permiten ver hacia donde
queremos ir, y ahora mismo, lo más importante es alcanzar otro nivel de
consciencia como mujeres. Y esta nueva consciencia nos permitirá establecer una
convivencia ideal con el sexo masculino, porque al fin y al cabo, somos
opuestos y complementarios, diseñados para llevarnos bien.